Tan solo algunas décadas atrás, la inteligencia del planeta estaba toda en el reino animal, donde los seres humanos controlaban, o creían controlar, una enorme porción de la inteligencia. Hoy pululan por doquier toda clase de chunches inteligentes.
Los semáforos inteligentes se llamaron así porque estaban conectados a un centro de control, donde un ser humano —presumiblemente inteligente— los podía manejar de manera remota. Conforme el precio de los sensores y actuadores se redujo, y a partir de la comunicación por Internet, las fábricas se volvieron inteligentes. La diseminación a escala metropolitana de sensores y actuadores, aparentemente, hicieron inteligentes a las ciudades.
En los hogares, toda clase de dispositivos conectados a Internet, como termostatos, televisores, básculas, hornos, filtros de piscinas, calentadores de agua, refrigeradoras y hasta tostadoras, dieron pie al término “hogares inteligentes”.
Está clara la tendencia a dotar de inteligencia a cualquier cosa con capacidad de conectarse a Internet, y, por consiguiente, al mundo.
La capacidad de procesar información ya no parece estar asociada a la inteligencia. Con solo estar conectados, la apariencia de inteligencia se logra, al proveer capacidad de procesamiento en un lugar remoto. Esta apariencia puede ser tan eficaz como la inteligencia misma.
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